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"Portal a los Hielos Eternos"

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La computadora de Arquímedes

 


Todo indicaba que la pieza que los científicos empezaron a llamar "mecanismo de Anticitera" estaba directamente relacionada con el aparato robado de Siracusa.

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  • Isla de Anticitera, Grecia, octubre de 1900. Después de pasarla mal durante una tormenta, los recolectores de esponjas se relajan. El buceador Elías Stadiatos aprovecha para saltar de la balsa y sumergirse. Cuando vuelve del fondo del Mediterráneo, está alucinando un escenario dantesco: cuerpos descompuestos, cabezas y brazos arrancados, caballos mutilados. El capitán Dimitrios Kondos piensa que está mareado. O borracho. Entonces se lanza él mismo. Y comprueba que Stadiatos estaba equivocado y, al mismo tiempo, se había quedado corto: ahí había lanzadores de discos, efebos de mármol, estatuas de bronce y ánforas de cerámica. Un tesoro impensado entre los trozos de olmo que alguna vez habían conformado un barco.

    El asunto llegó a los diarios: era uno de los naufragios más importantes de la historia. Un legado valiosísimo, con joyas y esculturas que terminarían en los museos. Después de estudiar las monedas que habían aparecido en el fondo, los arqueólogos potenciaron la sorpresa. El barco se había hundido dos milenios antes, entre el 85 y el 60 a. C.

    El buque, uno de los más grandes de la época, pudo haber colapsado por culpa de una tormenta. Quizás estaba sobrecargado en su viaje a Roma, con el botín que el general Lucio Cornelio Sila había robado a los atenienses en la Primera Guerra Mitridática. O transportaba demasiados tesoros para un desfile triunfal del emperador Julio César. El secreto quedó en las olas. En el verano de 1901, cuando uno de los buceadores murió y otros tuvieron embolias por la descompresión, las tareas de búsqueda se paralizaron.

    La acción se trasladó al Museo Arqueológico Nacional de Atenas. Mientras revisaba las joyas rescatadas, su director, Valerios Stais, se topó con algo que había pasado inadvertido entre tanta riqueza: el ítem 15.087, una pieza de bronce calcificada y corroída, con restos de engranajes incrustados. Sería el hallazgo más extraordinario de todos, una genialidad adelantada a su tiempo. O en relación exacta con él, cuando la fiebre creativa de los griegos antiguos los llevó a construir la primera computadora del mundo.

    Después de las proyecciones iniciales, los investigadores entendieron que el ítem 15.087 había sido un aparato chico, liviano y portátil. Con el tiempo (y otra expedición del recordado Jacques Cousteau en 1976) se juntaron 82 fragmentos. Habían formado un objeto de treinta centímetros de alto y quince de largo, con varios engranajes superpuestos y 3.000 caracteres inscriptos, protegido por una caja de madera. Eran niveles de precisión y miniaturización que se creía que solo habían aparecido 1.400 años después, en objetos como el astrario de Dondi, un reloj mecánico que reproducía el movimiento de los planetas, el Sol y la Luna. Fue como encontrar una nave espacial lanzada por los mayas. Justo antes de su caída como civilización, los griegos casi nos habían alcanzado.

    Mientras llegaban a estas conclusiones, los arqueólogos fueron a la biblioteca. Y empezaron a leer cosas inquietantes. Arquímedes, el matemático más grande de la Antigüedad, había escrito un manual de título explícito: Sobre la construcción de aparatos de astronomía. En su megatratado De república, Cicerón describió objetos que podían anticipar eclipses de acuerdo con los movimientos en el cielo. También contó que durante la conquista de Siracusa (Sicilia) en el 212 a. C., el comandante Marco Claudio Marcelo se llevó un objeto que lo hipnotizó. Lo había hecho Arquímedes, que murió atravesado por una lanza tras negarse a abandonar su taller.

    Su muerte y el incendio de la Biblioteca de Alejandría frustraron un futuro brillante. El fuego terminó con muchos escritos de Arquímedes y el registro de otros logros impensados. Desde entonces, la Humanidad pasó buena parte de su tiempo reinventando aparatos que se habían desarrollado un milenio atrás.

    Todo indicaba que la pieza que los científicos empezaron a llamar "mecanismo de Anticitera" estaba directamente relacionada con el aparato robado de Siracusa, cuyo rastro se perdió en Roma. Sus niveles de perfeccionamiento lo ubicaban como una versión 2.0 y suponían una tradición.

    El mecanismo creó una generación de investigadores obsesionados con desentrañar su origen y sus funciones. El primero fue el físico inglés Derek de Solla Price, que se dedicó al aparato desde 1951 hasta su muerte, en 1983. Le sacó muchas radiografías, pero la corrosión no ayudaba: se volvió loco tratando de individualizar los engranajes, aun con la ayuda de su mujer, una "observadora descontaminada".

    Después de un gran esfuerzo, construyó el primer modelo del mecanismo y sostuvo que mostraba la posición del Sol y de la Luna en el zodíaco, información que en la Antigüedad se usaba para las cosechas. Pero la historia de Solla Price es una historia triste. Aunque sus publicaciones generaron un interés internacional, lo miraban de reojo: todo sonaba demasiado moderno. Su maestro Otto Neugebauer, que por esos años escribía el magnum opus A history of Ancient Mathematical Astronomy, apenas le dedicó una nota al pie entre las 1.456 páginas. para decir que era imposible que los griegos hubieran hecho algo así.

    El sucesor tuvo más suerte. Con la tecnología de su lado, Michael Wright -especialista en ingeniería mecánica del Museo de Ciencia de Londres- logró hacer tomografías esclarecedoras. El paso del 2D al 3D permitió probar que el mecanismo reproducía con exactitud los movimientos del cielo y las fases lunares, que indicaban cuándo programar festividades religiosas. Wright construyó otra réplica, esta vez con las mismas herramientas que los griegos, para demostrar que se trataba de una computadora mecánica."Ingresabas una serie de datos y te devolvía otros relacionados", explica en un documental del History Channel. "El cielo nocturno era la TV de la Grecia Antigua -compara-. ¿Qué más podías mirar a la noche?".

    El consenso moderno es que el mecanismo de Anticitera era un planetario portátil que se movía con una manivela lateral para, en efecto, mostrar la posición presente y futura del Sol, la Luna y los cinco planetas conocidos entonces: Marte, Júpiter, Venus, Saturno y Mercurio. Con algunos detalles exquisitos: la aguja de la Luna aceleraba y desaceleraba a su ritmo, copiando la órbita real, y otra solamente estaba ahí para recordarle al usuario que hiciera retroceder su hiperpreciso calendario un día cada 76 años.

    A principios de la década pasada, el mecanismo seguía encerrando misterios. Entonces se lanzó el Antikythera Mechanism Research Project, un consorcio internacional de astrónomos e historiadores liderados por el matemático inglés Tony Freeth. Tan obsesionado pero mejor financiado que sus antecesores, convenció a un fabricante de tomógrafos para que le hiciera uno de suficiente potencia como para penetrar todos los niveles del aparato. La máquina de ocho toneladas se trasladó en camión de Londres al museo ateniense, donde una serie de imágenes en alta resolución compusieron una foto en 3D reveladora: el mecanismo conservaba 27 engranajes, acaso la mitad de los originales, apiñados en siete centímetros.

    "Fue como ver un mundo nuevo", dice Freeth en The 2000 year-old computer, el especial que produjo para la BBC. Después de las tomografías, aplicó una técnica que había desarrollado HP para detectar hasta el trazo del pincel en pinturas antiguas. Las imágenes ganaron una definición sorprendente. En una reaparición fantasmal, ahí estaban las sigmas, épsilon y gammas que el océano había borrado. Letras que formaban palabras, palabras que formaban frases: "El color es negro", "el color es rojo sangre". Era la confirmación de que el aparato también predecía eclipses. Los solares podían ser aterradores: la noche se tragaba el día, cambiaban los vientos, enloquecían los animales. Si un general anticipaba el escenario y daba la orden de atacar al enemigo desconcertado, era una victoria segura.

    Como si no alcanzara, Freeth comprobó que una suerte de reloj también anunciaba la fecha de los siguientes juegos panhelénicos, esos de luchadores de casco y escudo combatiendo hasta la fractura. Los más destacados eran los Juegos Ístmicos, celebrados en Corinto. Cuando los investigadores descubrieron que el calendario coincidía con el de aquella colonia de Siracusa, la mano de Arquímedes se hizo todavía más visible.
     


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