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"Portal a los Hielos Eternos"

Economía

"La nena", de La Caja de Ahorro
 


El original de "La nena". Aída Ferrari de Troller. Venus de Milo con brazo. Nicolás Antonio Ferrari (1867-1935)y estatua ecuestre del general José de San Martín.

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  • Vive en Flores, tiene 90 años y se llama Aída Ferrari de Troller. Al crearse la Caja Nacional de Ahorro Postal, en 1914, posó para su padre, el escultor que modelaba el símbolo de la institución. Con El Arca compartió recuerdos, vivencias y emociones.

    El original de La nena, que se encuentra en la sede central de La Caja de Ahorro y Seguro. Varias réplicas están en reparticiones nacionales y en el Museo de la Casa de Gobierno.

    Junto con las bolitas, el rango, las figuritas y los soldaditos de plomo, La nena es, para muchas generaciones de argentinos, un entrañable recuerdo infantil. Era una imagen, la imagen de una niñita sentada con una alcancía en su regazo. Y estaba en el centro de una alargada estampilla que todos, de la “primaria” en adelante, pegábamos en una libreta de tapas amarillas perteneciente a la Caja Nacional de Ahorro Postal.

    Porque La nena, ante todo, era una imagen-símbolo: la de la cultura del ahorro previsor. Cuatro palabras estampadas en el pedestal que la sostenía resumían su sentido: “Infancia previsora, vejez tranquila”. Claro, de pibes, no mirábamos tan lejos. Era suficiente saber que imitando el gesto de La nena, podríamos, a su tiempo, comprar una pelota número cinco, esa, la profesional, de cuero verdadero; o una bicicleta nueva, con cambios y todo...

    Lo que seguramente no sabíamos es que esa niña dulcemente reclinada sobre la alcancía, con la mirada reconcentrada en la ranura donde está depositando su ahorrativa moneda, tiene nombre y apellido. Aída Ferrari de Troller se llama y acaba de cumplir 90 lozanos años.

    Y la primera impresión, en una soleada tarde en el barrio de Flores, donde vive, es la misma de la emblemática imagen. La misma dulzura en el gesto, la misma mirada reconcentrada, ligeramente volcada sobre el regazo donde ahora tiene un manojo de fotografías antiguas.
    “Hacía muchísimo que no las veía”, murmura mientras pasa de una a otra, como acariciándolas con la mirada , como si de pronto un torrente incontenible de recuerdos muy vívidos pero lejanos se agolpara en su retina. Esas fotografías son mucho más que un álbum de familia. Son parte de una historia que nos concierne a todos y que Aída, generosamente, compartió con El Arca.

    La historia arranca en 1914 con la creación de la Caja Nacional de Ahorro Postal y la decisión de emitir una estampilla que sirviera para legitimar los depósitos. En ese momento, la flamante institución acudió al pintor Ernesto de la Cárcova (1867-1927), el ya célebre autor de Sin pan y sin trabajo, quien autorizó la utilización de un dibujo suyo, realizado en 1909 con destino a una entidad bancaria. Por iniciativa de un funcionario de la Caja, Arturo Macchi, se decidió previamente pasar dicho dibujo al bronce y recién entonces obtener el grabado definitivo para la estampilla. Para esa tarea, se recurrió al escultor italiano Nicolás Antonio Ferrari (1867-1935). Precisamente, el padre de Aída.

    Teniendo el boceto de De la Cárcova como guía, Ferrari buscó el modelo entre sus dos hijitas, de seis y ocho años.
    “Al principio, recuerda Aída, los esbozos de la escultura papá los hizo con mi hermana, que era la mayor. Mi hermana se quedaba posando muy seriecita, porque estaba orgullosa de ser ella la elegida. Pero muy pronto a papá le pareció que yo era más menudita y que le serviría mejor de modelo. No, le dijo a mi hermana, sos un poco grande. Tiene que ser más chiquita. Y me eligió a mi ”...

    Cada sesión requería una ceremonia especial.
    “Me acuerdo como si fuera ahora: con mis seis añitos cumplidos, yo llegaba del colegio y Jacinta, mi madre, me peinaba las trenzas y me ponía un guadapolvo blanco que ella misma había confeccionado. Mamá le agregó una cinta ancha con una línea azul bordada en punto cadena que terminaba en un gran moño, atrás. La manga del guardapolvo no tenía puño, tenía todo suelto. Todavía me veo con el delantal puesto y que yo me decía: no le hizo el puño”, añade.

    Cuando Aída estaba lista, el padre la instalaba sobre una mesa giratoria y ahí comenzaba el trabajo.
    “El me miraba de costado y ponía un pedacito de arcilla, y otro y otro. Y así, poco a poco, se fue haciendo.”
    El ritual duró un largo mes, a razón de media hora por día. Que se le volvía interminable.
    “Me quedaba quietita, quietita, pero ¡cómo me costaba! A cada rato me preguntaba: ¿Ya estará? No veía la hora de salir corriendo con mi moneda de veinte centavos a comprarme chocolates o caramelos.”
     


    Eche veinte centavos en la ranura

    ¿Veinte centavos?
    “Sí, ese era el pago”, dice sonriendo. “Además de escultor, mi padre era pintor y astrónomo”, añade con orgullo Aída, mientras no deja de mirar las fotografías.
    “¡Aquí está, es papá!”, exclama de pronto cuando descubre una dónde se lo ve al pie de una gigantesca estatua ecuestre del general José de San Martín.
    “Vivíamos en una casa muy grande, en Callao al 300, con varios patios, un jardín y un fondo enorme donde papá se hizo hacer el taller. Ahí modeló La nena. Pero después, necesitaba más espacio y buscó un galpón sobre la calle Córdoba, donde armó su estudio.”

    Nicolás Antonio, el progenitor de Aída, había nacido en la provincia de Chieti, al noreste de Roma, no lejos del mar Adriático. Allí, junto a su padre, que también era escultor, habría de mamar las fuentes y los secretos dell’ ufficio, esa cualidad tan italiana que sabe aunar en un mismo esfuerzo creador la tenacidad del obrero-artesano y el vuelo del artista. Por entonces, en las primeras décadas de ese siglo, muchos de estos artífices peninsulares tuvieron que ver con el nuevo perfil que rápidamente iba adoptando la Gran Aldea, sobre todo en sus paseos públicos, en sus monumentos y en el marcado estilo italianizante que predominaba en las fachadas de la ciudad.

    Pero no fue eso lo que trajo a Ferrari a estas costas. A la pregunta de por qué se largó para la Argentina, Aída responde sin vueltas y con una sonrisa que le ilumina el rostro:
    “¡Porque vino persiguiendo a mi mamá!” Y aclara:
    “Mi mamá tenía 14 y él le llevaba 22 años. Era mucho, mucho mayor que ella, pero vino acá tras ella. Resulta que mamá había perdido a sus padres y tenía sus tres hermanos varones viviendo acá. Entonces, una paisana italiana la trajo a la Argentina, a la casa de ellos. Y mi papá siempre iba a verla hasta que se animó y la pidió para casarse. Ella no sabía qué hacer, pero esa señora que estaba con ella, la paisana, le dijo: Mirá, es un buen hombre; si querés, te podés casar. Y aunque ella era muy joven, al final se casó”.

    Del matrimonio, nacieron tres hijos. Las dos hermanas y un varón, el más chico, que falleció joven.
    “Mamá y papá fueron muy felices, dice Aída. Eso sí, con un rigor. Nosotros sí que íbamos derecho. Mamá tenía que hacer todo, todo, como lo exigía él. Golpeaba la mesa y decía: Lo dijo papá”... A su turno, también Aída fue muy feliz con su marido Fred Toller.
    “Yo trabajaba en el Banco Boston y ahí nos conocimos cuando yo tenía 20 años. Estuvimos juntos durante cincuenta y cinco años, hasta que falleció hace catorce. ¡Qué felices fuimos!”
     


    Los brazos de la Venus de Milo

    La conversación sigue el compás de sus recuerdos y los recuerdos, esa tarde soleada, en Flores, se le hilvanan alrededor de las fotografías que una a una, después de tanto tiempo, vuelven a posarse en el regazo de Aída.

    “De esta escultura sí me acuerdo”, exclama de pronto.
    “Es La sorprendida y ahora está en la plaza Tres de Febrero, en Palermo. Todavía recuerdo cuando papá la modelaba.”
    A Aída le gustaba quedarse en el taller junto a su padre y verlo trabajar, a veces subido en unos andamios inmensos.
    “Traía el barro en fardos...”.
    Aída está por enhebrar un nuevo recuerdo cuando se le cruza la foto de una escultura insólita: la Venus de Milo pero...¡con brazos! “Está con brazos, aclara Aída, porque papá había hecho la proyección de cómo quedaría con brazos.”

    Antonio Ferrari iba con Aída al Museo de Calcos, en la Costanera sur, donde se guarda una reproducción exacta de la famosísima Venus de Milo.
    “Y ahí se quedaba horas mirando detenidamente todos los detalles, cada ángulo, cómo era, cómo no era, imaginando cómo debían estar los brazos.
    Y yo le decía: Ya la viste, papá, vamos a casa. Y me decía: No, no. Speta. Speta, figlia mia.”
    Tanta terquedad rindió sus frutos. En uno de los pechos, su padre encontró una pequeña rotura y eso le hizo pensar que ahí estaba la mano izquierda. Y entre los pliegues del tejido que cubre el bajo vientre de la estatua, Ferrari observó unas impercertibles escoriaciones. En ese lugar, concluyó, debía estar la otra mano tomando la tela, con el brazo cruzando el cuerpo. “Uy, cómo trabajó”, se asombra todavía. “Después le puso los brazos, así, como están en la fotografía, y la patentó.”
     


    A la peluquería con esta chica...

    Ese mismo y obstinato rigore había puesto don Antonio Ferrari en la realización de la escultura que marcaría todo un hito en la vida nacional. Y hacia ahí vuelven a encolumnarse las evocaciones de Aída.
    “Me acuerdo, todavía”, dice una y otra vez como si quedaran dudas de su prodigiosa memoria.
    “ Y me acuerdo que cuando volvía de la escuela, papá ya me estaba esperando, me tomaba de la mano y me llevaba al fondo, al taller, me sentaba en mi mesita y se ponía a trabajar. Pero, si tenía el flequillo un poco caído sobre la ceja, enseguida le decía a mi mamá: Mamita, a la peluquería con esta chica, que el barbero le corte el flequillo. Nada de llevarlo en la frente”...
    Y Aída ríe, mientras un coqueto mechón de pelo blanco apenas si alcanza a cubrir la hermosa frente, sin flequillo; como quería papá.

    Finalmente, allá por 1914, don Antonio puso fin a su obra. Del original en arcilla se hizo una copia en yeso y después la versión definitiva, en bronce.
    “Cuando concluyó la fundición, recuerda Aída, fuimos con papá a verla terminada. Estaba contento, y me decía: Esta no se rompe.”

    Y un día, a los pocos meses, su imagen comenzó a circular en millones y millones de estampillas, que durante décadas todos hemos pegado en nuestras libretas de ahorro. También ella, un día, en la escuela, recibió su libreta. ¿Qué sintió al verse?
    “No lo podía creer”, murmura apenas, mientras un ligero rubor le cubre el rostro, el mismo rubor que tuvo entonces ante sus compañeritas, que la acosaban:
    “Ésta, ¿sos vos?, me preguntaban. Yo me moría de vergüenza y no sabía qué contestar”. Era y no era, porque con el paso de los años La nena se independizó del modelo y se volvió un símbolo indestructible. Como el bronce.
     


    La memoria indestructible

    Al crearse, la Caja Nacional de Ahorro Postal no tenía un símbolo que la caracterizara y así surgió La nena, rememora Luis Fernández, actual jefe de Promociones y Eventos de La Caja. Cuando se privatizó, en abril de 1994, dando lugar a La Caja de Ahorro y Seguro, los nuevos directivos contrataron los servicios de una empresa francesa, Eurodesign, para replantear todos los elementos visuales de la entidad, desde la papelería a los logotipos, pasando por los colores, la señalización, los símbolos.

    “Y después de varios meses, esos diseñadores comprobaron que el de La nena estaba tan arraigado en la cultura de los argentinos, que sacarlo era quitarle identidad y continuidad a La Caja. Y se limitaron a hacer un poco más estilizado el dibujo original”, enfatiza.

    El resguardo de la memoria, no termina ahí. “También, añade Fernández, tenemos el objetivo de juntar por todo el país los elementos que caracterizan a La Caja y a su historia, desde una perforadora a un sacapuntas antiguo, viejas libretas, las chapas de las oficinas postales, alcancías, y con ello armar nuestro propio museo. Queremos preservarlos, porque pertenecen a nuestra historia y a la del país.”  


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