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Día Internacional del Dulce de Leche (que nunca fue argentino)
 


Dulce de leche, otro mito argentino.

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  • La argentinidad se construyó sobre mitos que hubo que revisar en forma progresiva: ni Dios ni el tango ni Carlos Gardel fueron una creación argentina. Tampoco el sistema de identificación de individuos, que desarrolló Alfonso Bertillón, en 1882, en París (Francia). Iván Vucetic (Juan Vucetich), de origen austrohúngaro, hizo la 2da. mejora del sistema, en 1904, en Buenos Aires. El birome fue cosa de Laszlo Biro y George Biro, en 1938, en Hungría. El mate fue transmitida por los indios guaraníes a los colonizadores españoles, en Paraguay, y portugueses, mucho antes de la creación del Virreynato del Río de la Plata.

    En cuanto al transporte público colectivo, fue inventado en 1914 en Los Ángeles (California, USA) por un grupo de desocupados para cubrir un servicio con tarifa y recorridos fijos, a la largo de algunas líneas de la Pacific Electric. A estos rodados (eran un auto común de la época) se los bautizó "jitneys", que quiere decir “chirola” (moneda de poco valor). A la Argentina llegó en 1928. En cuanto al dulce de leche, tampoco es local. El milenario Ayurveda hindú lo recomienda para evitar enfermedades, y lo llama "rabadi". Los musulmanes lo llevaron a España en el siglo 15, y en Francia se preparaba durante la Edad Media. A propósito, aquí un texto de Danielk Balmaceda en su libro "La Comida en la Historia Argentina" (es del capítulo “Victoria Ocampo y el dulce de leche”).

    La ocurrente intelectual Victoria Ocampo fue una magnífica anfitriona y solía repetir ciertas fórmulas que funcionaban muy bien. Por ejemplo, convidar con deliciosos scons caseros a los invitados a tomar el té en su casa de San Isidro. Otra costumbre típica era ofrecer a las visitas extranjeras un postre singular, argentinísimo y probadamente efectivo: dulce de leche. En cierta oportunidad, la escritora y editora agasajó al director de orquesta ruso Igor Stravinsky y a su hijo Soulimar con una espléndida comida. Llegó el momento de jugar su carta ganadora. La dueña de casa ordenó que trajeran el postre. Juan José Castro, amigo de Victoria, oficiaba de intérprete.

    Le sirvieron una porción de dulce de leche al compositor. Cucharada. Silencio general. Expectativa. ¿Caería doblegado el maestro ante el exquisito invento argentino?
    Stravinsky saboreó, sonrió y sentenció: “¡Hummm, kajmak!”. Se hizo un silencio. El músico soltó algunas palabras en su idioma y el intérprete Castro explico al resto de los comensales lo que estaba diciendo: “Esto es kajmak. Hemos pasado toda nuestra infancia en Rusia comiendo “kajmak””. Aquella noche, el ilustre huésped puso en jaque a la anfitriona al plantear dudas acerca de la argentinidad del dulce de leche.

    ¿Cuál fue la cuna del clásico acompañante de alfajores, flanes, bananas, tortas y un largo etcétera? Asia, sin dudas. Pudo haber sido la India o Indonesia, donde los pueblos experimentaron con leche, fuego y azúcar desde los comienzos de los tiempos.
    El proceso que llevo al hombre a consumir leche fue lento y complejo. Hace unos nueve mil años, los primeros animales que se domesticaron fueron la cabra y la oveja que, por sus tamaños, no ofrecían dificultades. Pasaron otros dos mil años y dominaron a las vacas. En sus largas caminatas, los pueblos nómades estaban en condiciones de transportar estos animales que, una vez sacrificados, les ofrecían alimento, herramientas y abrigo. Carne, huesos y cuero en un principio. Luego advirtieron que podían ser proveedores en vida. Primero se aprovechó el pelaje y después alrededor de 3.500 años antes de Cristo, se sumó la leche.

    Como suplemento de la leche materna se empleó la de la cabra, el jak, la vaca o la oveja, de acuerdo con las diversas zonas geográficas. A diferencia de la humana, estas leches eran más amargas. Para equipararlas, fue necesario agregarles miel o -más tarde- azúcar entre otros posibles endulzantes. El fuego, por su parte, permitió aumentar la temperatura del líquido. Pero hubo otro escenario donde los tres alimentos maridaron. Fue en la lucha por la preservación. Los pueblos que se trasladaban acostumbraban hervir la leche para aumentarle la vida. Más aún, si la mezclaban con miel.
    Desde India, cuna de civilizaciones, se esparció la leche dulce. Entre los grandes promotores figuraron los turcos, quienes llevaron a Asia Central y a los Balcanes. ¿Era un alimento popular? No, solo lo disfrutaban aquellos que podían proveerse de la costosa azúcar. Se consumía en el desayuno y fue llamada Kay-mac. ¿Le suena? Obvio: Es el “kajmak” del que habló Stravinsky, la noche que en San Isidro le presentaron el no tan novedoso dulce de leche.
     


    “San Martin y el dulce de leche”

    En el Museo de Catering de Moscú se preserva una receta medieval para la elaboración de lo que nosotros llamamos dulce de leche. Pero ellos no fueron los únicos que lo prepararon. Por la vía de los árabes, siempre con otros nombres, llegó a España. También se ha publicado un recetario del siglo XII que detalla los pasos para lograr el manjar. La influencia andaluza es fundamental porque nos ofrece una pista de cómo pudo haber llegado a la Argentina. En realidad arribo desde muchos lugares. Veamos cuales fueron las rutas, pero antes debemos aclarar que el azúcar, ingrediente imprescindible del dulce, dejó de ser un artículo de lujo y se transformó en un alimento cotidiano debido a la producción alcanzada en América. Ahora conozcamos los itinerarios:

    La receta milenaria de Indonesia se trasladó a las islas Filipinas, pertenecientes a la corona española. Allí, los naturales la denominaron “dulce gatas”. La cultura del dulce de leche se extendió a América porque los filipinos navegaban el Pacífico, sobre todo por la zona de Acapulco. En México, empleaban la leche de cabra y, dato destacable, incorporaron un saborizante autóctono, la vainilla.
    De Acapulco paso a Perú y Chile, donde lo conocieron bajo en nombre de “manjar blanco”. Esta denominación ya se usaba en Europa medieval, aunque, en realidad, se refería a un plato hecho con pechugas de pollo. En idioma quichua (hablado en Perú, Alto Perú y norte de la Argentina) se conoció al dulce de leche con el nombre de ñukñu. Por esa vía llegó a Tucumán y luego a Córdoba, andaluza por excelencia.

    Al litoral y al Río de la Plata arribo desde Brasil, donde formaba parte del menú de los esclavos. Por allá lo llamaban “doce de leite”. Mientras que desde Chile pasó a Cuyo: existen registros de finales de siglo XVIII de la importación de dulce chileno para los jesuitas en Mendoza. El dulce de leche, entonces, cruzo los Andes por lo menos 120 años antes que San Martín.
    El manjar chileno estuvo presente en una de las principales fiestas que recuerda la historia del vecino país. Se trata del banquete y baile que se dio en marzo de 1817, en Santiago de Chile, para celebrar la trascendental victoria de Chacabuco. Participaron las familias tradicionales de la ciudad y los oficiales del Ejército Libertador.
    Los exquisitos postres, detallados por Vicente Pérez Rosales, nieto del dueño de la casa, fueron “Almendrados de las monjas (magníficas reposteras), coronillas, (el mentado) manjar blanco, huevos chimbos y mil otras golosinas”.

    Hace un par de décadas viene sosteniéndose que San Martín fue un entusiasma consumidor de dulce de leche. Incluso se ha dicho que O´Higgins fue quién le convido el manjar. Algunos hemos pecado comentando el entusiasmo del Libertador por este plato, amparados en algunas publicaciones sin mucho asidero, según pudimos comprender con el tiempo. Lo único concreto es que San Martín estuvo en aquella fiesta y que en la mesa de postres había dulce de leche para servirse. De todos modos, no pudo haber sido la primera vez que se lo cruzaba. En Mendoza, su destino por más de dos años, era habitual: Existen registros que confirman que esa ciudad importaba “manjar blanco” de Chile.

    Más aún, San Martín pudo probarlo antes en Córdoba. En 1814, Francisco de la Torre, santafecino aficionado en dicha ciudad, le escribió a Juan José Cristóbal Anchorena, vecino de Buenos Aires, anunciándole, entre otras cosas: “Con don Pedro Espejo le remito seis cajas de dulce de leche, con las iniciales de su nombre y apellido”. El Libertador vivió una temporada en la provincia mediterránea, precisamente en 1814. Las posibilidades aumentan si pensamos en Andalucía. Nuestro prócer pasó parte de su infancia, adolescencia y adultez en Málaga, una de las principales ciudades andaluzas, done el dulce de leche, como ya dijimos, era conocido desde la Edad Media.
    Con todos esos antecedentes, es muy raro sostener que el Libertador recién conoció el dulce manjar en Chile.
     


    “Lavalle, Rosas y el dulce de leche”

    Entonces, ¿el dulce de leche no es argentino? Si nos guiamos por la historia que se cuenta acerca de su origen criollo, casi podríamos afirmar que el último rincón del planeta donde se creó el dulce de leche fue en la Argentina. Aquí el manjar tiene lugar de origen, fecha de nacimiento y, si me apuran, hora: Cañuelas, provincia de Buenos Aires, 24 de junio de 1829, por la tarde en el horario en la siesta.

    La tradición sostiene que Juan Galo de Lavalle acudió a entrevistarse con su adversario Juan Manuel de Rosas en la estancia El Pino. Como el dueño de casa no estaba, Lavalle se acostó a dormir una siesta en el catre del dueño de casa. Una cocinera morena que estaba preparando lechada (leche de vaca con azúcar, al fuego para agregarle al mate), concurrió al cuarto de Rosas para llevarle precisamente la mencionada infusión y, ¡oh sorpresa!, se encontró con Lavalle. Confundida, acudió a la guardia y allí se enteró de que todo estaba bajo control. En todo caso, quien había perdido el control era ella; el de su olla: cuando volvió, la lechada se había empastado. Sin querer, había inventado el dulce de leche. Esa tarde, además, los mencionados contendientes firmaron un pacto, el de Cañuelas.

    A esta historia le falta el colofón. Las familias de Rosas y Lavalle estaban emparentadas. Y la nodriza que amamantó al federal (nacido tres años y medio antes que Lavalle) fue la misma que le dio el pecho al unitario. Esto los convirtió en “hermanos de leche”, característica habitual en aquel tiempo en que las madres no solían amamantar. Por lo tanto, en una reunión cumbre entre estos dos hermanos de leche nació el dulce de leche (valga la lactancia).

    Según contamos en un capítulo anterior en la fiesta de agasajo a los héroes de Chacabuco se sirvió el manjar que nos ocupa. ¿Y sabe quién estaba allí? El joven oficial Juan Galo de Lavalle, entre camaradas, atractivas mujeres, buen vino, baile y dulce de leche. En 1817, doce años antes de que lo “inventaran” en sus narices.
    A esta altura, insistir con la paternidad y pretender que no existió hasta 1829 es un poco inconsistente. Téngase en cuenta que también se lo adjudicaron los franceses. Según ellos, la “confiture de lait” hizo su aparición cuando un cocinero de Napoleón, varios años antes que la cocinera de Rosas… ¡Se olvidó la leche en el fuego!
     


    “Cañuelas y el dulce de leche”

    La ciudad de Cañuelas, en la provincia de Buenos Aires, es conocida como la Capital Nacional del Dulce de Leche. ¿Acaso lo es por el legendario encuentro de Lavalle y Rosas? No. Fue gracias a otro tipo de encuentros, más románticos y, por supuesto, más dulces.
    El 10 de febrero de 1812 en la Catedral de Buenos Aires, el escoses John Miller, rubio de ojos azules, contrajo matrimonio con la porteña Dolores Saturina Balbastro (prima de Carlos María de Alvear). De inmediato gestionó la ciudadanía y logró algo primordial para aquel tiempo: dejar de ser visto como extranjero y convertirse en un caballero confiable para los negocios. Además de ser la envidia de muchos, ya que Dolores era una de las mujeres más atractivas del vecindario. El matrimonio tuvo once hijos.

    Miller se dedicó a la explotación de cueros y lana y, como muchos innovadores escoceses, resolvió que debía tener una estancia donde criar animales, es decir, un espacio donde reproducir la materia prima. Se conformó un grupo de inversores que gestionó la compra de tierras. Entre ellas, en 1823, Miller estableció La Caledonia en Cañuelas (recordemos que tal es el nombre latino que recibió Escocia cuando fue invadida por las legiones romanas).

    Para nuestra historia, La Caledonia; estancia vecina a El Pino, de Rosas, que habría sido cuna del dulce de leche; tiene doble relevancia. Primero, porque fue allí donde se celebró el Pacto de Cañuelas entre Lavalle y Rosas. Segundo porque Miller comprendió que el progreso se daría a partir del entrecruzamiento de vacunos criollos con europeos. Por ese motivo, el escoces importo del Reino Unido el primer toro Shorthorn. Lo llamo Tarquino y sería esencial para el desarrollo vacuno de la zona, a pesar de que tuvo mal comienzo. Porque en un principio su carne no convenció (increíblemente, costó acostumbrarse a la buena calidad que ofrecía esta raza) y su cuero no tenía la resistencia del ganado local. Tarquino parecía destinado a la lista de fracasos, pero un hecho vino a cambiar el panorama. Su cría mestiza, las tarquinas, fueron aprovechadas por su leche, algo inesperado, ya que la del Shorthorn es más bien una raza proveedora de carne. De esta manera tan peculiar, Cañuelas inicio su desarrollo lechero.

    Antes de pasar a otro protagonista, digamos que Miller vendió sus propiedades en la ciudad de Buenos Aires y partió feliz a vivir a la estancia de Cañuelas, donde murió en 1843. Su deseo póstumo fue que La Caledonia no se vendiera durante algunos años. Sin embargo, pocos meses después de su partida, Dolores Balbastro, la viuda, liquidó el campo y busco en Europa nuevos horizontes para ella y seis de sus hijos.
    El próximo paso en la ruta del dulce de leche criollo lo dio un español, Narciso Martínez de Hoz. De él descienden todos los Martínez de Hoz de la Argentina, aunque, en realidad, ese no era su apellido.

    Narciso de Alonso Martínez llegó a Buenos Aires en 1792, al mes y medio de haber cumplido los 11 años. Se le presentaba una excelente oportunidad debido a que su tío rico, José Martínez de Hoz (hermano de su madre, María Antonia), quería formarlo, ya que él no tenía hijos. Durante casi veintiocho años, el joven Narciso trabajó junto al prosperó comerciante del Rio de la Plata. El tío José se había casado en Buenos Aires, en 1788, con Josefa de Castro Almandoz. Pero no lograron descendencia y el joven Narciso fue recibido con los brazos abiertos por la familia. Para comprender el peso social de don José, agregamos que formó parte del exclusivo núcleo de vecinos que participo del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810.

    Cuando murió, en 1819, su sobrino adoptó el apellido de su mentor (dejo de ser Alonso de Martínez para llamarse Martínez de Hoz) y se convirtió en el principal beneficiario de su fortuna. Al año siguiente, Narciso contrajo matrimonio en la Catedral con María Josefa Saturnina “Pepa” Fernández de Agüero. Tuvieron once hijos, entre ellos la primogénita, que, según veremos en el testimonio de su padre, tardó menos de nueve meses en llegar: “A los ocho meses y 29 días de casados, el día 10 de agosto de 1821, parió mi esposa Pepita a las 3:30 de la mañana una hermosa niña que, bautizada a los cuatro días de nacida, pusimos por nombre María Ignacia Lorenza del Corazón de Jesús”. La participación de María Ignacia en el desarrollo del dulce de leche en la Argentina sería clave, como analizaremos más adelante. Por ahora, regresamos a Narciso Martínez de Hoz, muy amigo de Bernandino Rivadavia.

    El hombre quería formar una asociación de ganaderos con el fin de desarrollar, sobre todo, el ganado ovino (en aquellos años la producción de ovejas merino avanzaba en los campos de Argentina). La entidad llevo el nombre Sociedad Rural, pero tuvo corta vida pues no pudo desligarse de los vaivenes políticos que envolvieron a Rivadavia.
    Diez años después, en 1836, para la época en que Ignacia cumplía 15 años, su padre Narciso Martínez de Hoz, compro una estancia en el Partido de Cañuelas. Se trataba de un potrero, una sección, denominada San Martín en homenaje al patrono de Buenos Aires, San Martín de Tours. Fue heredado por Ignacia cuando su padre murió, en 1840. En 1842, se casó con Vicente Casares, hijo de un homónimo que también había apostado al desarrollo de la zona.

    Estamos en el umbral de los últimos diez años del gobierno de Rosas. El desarrollo de la producción vacuna ya se avizoraba y los hacendados comenzaban a gravitar en la economía. En 1844 Ignacia dio a luz al primero de sus hijos, que, como era costumbre entre los Casares, se llamó Vicente. Más precisamente, Vicente Lorenzo del Rosario. Luego de disfrutar de una infancia acomodada, sus padres esperaban que completara sus estudios y se convirtiera en profesional.
    Sin embargo este joven que hablaba varios idiomas y pudo haber llevado una vida sin sobresaltos, a los 22 años, decidió que trabajaría en el campo. Ese era su lugar en el mundo, Además, quería presentarle batalla a un terrible enemigo: La mortalidad infantil, donde la leche contaminada tenía una seria responsabilidad.

    El panorama dejaba mucho que desear. Es común pensar que hacia 1860 la lechería se encontraba en un promisorio nivel de desarrollo. La realidad mostraba otra cara. En aquel tiempo, recién empezaba a tomarse conciencia de la necesidad de contar con tambos. En los campos no se veían alambrados. El ganado se amontonaba en el mismo lugar y cada animal pastoreaba como podía. Cuando se desbandaba, por ejemplo por una tormenta, la forma de recuperarlo era salir en su búsqueda. Tal vez se lo hallaba en un campo vecino con ejemplares de otras estancas. Se ahí la importancia de contar con marca de ganado, gracias a la marca.
    Vicente Casares -quien, para mayores datos, fue en 1871 el primer exportador de trigo- revoluciono la ganadería. Importó caballos de los EE.UU. y todo tipo de vacunos europeos, incluso algunos Shorthorn. Dispuesto a poner orden en los rodeos, integro el grupo de propulsores del alambrado, lo que le permitió separar novillos de vaquillonas, toros de vacas y terneros. Después de haber probado distintos entrecruzamientos, determinó que la raza holandesa era la que mejor se adaptaba a la criolla para la producción de leche.

    En medio de su cruzada desarrollista, Vicente formó una familia. El matrimonio con Hersilia Lynch tuvo varios hijos. Entre ellos, Marta Ignacia, la sexta, a quien la institutriz inglesa encargada de la crianza de todos comenzó a llamar Martona. En 1889, al año siguiente de su nacimiento, Cesares fundó una empresa láctea de avanzada. La llamó La Martona.
    El emprendimiento fue innovador en muchos sentidos. Por ejemplo, se instalaron puntos de venta en las ciudades y las lecherías, bajo la denominación de “bar lácteo”, se pusieron de moda. Se superó la negligente reglamentación de abastecimiento. Se perfecciono el sistema de ordeñe. En 1890 ingreso la leche pasteurizada al mercado. El crecimiento de La Martona fue determinante para Cañuelas, favorecida por contar con un ramal ferroviario que depositaba la mercadería en la estación porteña de Constitución.

    En 1902, la compañía láctea inició la producción de dulce de leche. Por más que algunas pymes de aquel tiempo ya se dedicaban al comercio (de hecho, hasta entonces en Buenos Aires se comía el casero, pero también podía conseguirse el cordobés, que era considerado el más clásico), La Martona de Cañuelas lo trasformo en un producto de consumo masivo.
    El escritor Adolfo Bioy Casares, hijo de Marta “Martona” Casares y nieto del emprendedor Vicente Lorenzo Casares, contó cierta vez que los dulces de leche de la empresa se vendían acompañados de recetas proporcionadas por su bisabuela, María Ignacia Martínez de Hoz, y por Damasia Sáenz Valiente, de quien debemos decir que sus dos abuelas eran hermanas de Juan Martín Pueyrredón. Este dato podría ser inadvertido, si no fuera porque una tradición familiar sostiene que Magdalena Pueyrredón de Ituarte (una de las abuelas de Damasia) preparaba, antes de 1810, un exquisito postre de dulce de leche, mediante un método que se mantenía en secreto.

    Otro dato que aportó Bioy Casares ofrece una aclaración fundamental. Conservaba entre sus papeles, y aquí citamos sus palabras, la “Receta industrial del famoso dulce de leche de La Martona, original de mi bisabuela Misia María Ignacia Martínez de Cáceres”. ¿Qué decía la simple receta?

    • 100 litros de leche.
    • 25 kg de azúcar.
    • 40gramos de bicarbonato.
    • Cocinar revolviendo constantemente.
    Debemos destacar un par de cosas. Por empezar, que siempre se revuelve con madera. El clásico cucharon de madera aún no ha sido destronado de ninguna nación del planeta. Pero quede claro que en el norte del país, el dulce de leche se revuelve con una rama de higuera. Ahora sí, de regreso a los ingredientes, observamos que no figuraba la vainilla mexicana. Si, en cambio, bicarbonato, que es el que le da el color pardo al dulce. La costumbre de insertarlo en leche surgió de las investigaciones realizadas por médicos en Europa alrededor de 1830. Los especialistas sostenían que el bicarbonato eliminaba la acidez que provocaba la ingesta de leche en un determinado grupo de la población.

    Resumiendo: la leche y el azúcar se reunieron en Asia. La vainilla se sumó en Centroamérica. El bicarbonato de sodio recién se incorporó en las recetas del dulce de leche a comienzos del siglo XX. En todo caso, si se utilizó en la preparación antes de esa fecha, fue a partir del jumi, una planta del norte; o de manera fortuita debido a que el bicarbonato se formaba en el fondo de las ollas mal lavadas.
     


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