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Economía

La geopolítica de los alimentos y su impacto en los asuntos militares: los ejércitos marchan sobre sus estómagos
 


En la edad contemporánea Estados Unidos se erigió como el mayor productor de alimentos del mundo (AFP).

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  • Los seres humanos solemos olvidar cuán condicionados nos encontramos frente al hambre. Fue recién a partir de la Revolución Industrial que el acceso a los alimentos se volvió económico y seguro. No obstante, incluso en nuestra era posmoderna o posindustrial, las ciudades se asientan en criterios que datan de la revolución agrícola, ocurrida hace cerca de 10.000 años: agua potable, tierra cultivable y un clima benigno.
    La gran mayoría de los centros urbanos y de la población del planeta se concentra en zonas que se desarrollaron gracias a la confluencia de aquellos tres criterios. Dicha confluencia es condición necesaria para el desarrollo de las actividades agropecuarias, que nos dan el sustento diario.

    Por supuesto, la importancia de los alimentos va más allá de nuestra realidad cotidiana. En ese sentido, se le atribuye a Napoleón haber afirmado que “los ejércitos marchan sobre sus estómagos”.
    Sin importar si efectivamente lo dijo o no, la frase ilustra la importancia de los alimentos en los asuntos militares y, por extensión, en la geopolítica. Desde las primeras civilizaciones hasta la actualidad, las naciones han buscado el control de áreas cultivables y sus rutas comerciales.
     


    El surgimiento de los Estados y de la “civilización”

    En la Antigüedad, las civilizaciones de la llamada “media luna fértil” se apoyaron en los tres criterios recién mencionados y, además, se vieron favorecidas por una extraordinaria dotación de fauna y vegetación.
    Los cinco grandes mamíferos domesticables –caballos, vacas, cerdos, ovejas y cabras– eran oriundos de Medio Oriente o bien llegaron a la zona tempranamente. También, contaron con plantas con altos valores nutritivos, como trigo, cebada, legumbres, arvejas y garbanzos, que crecían de forma silvestre en la región o en sus cercanías.
    La acumulación de alimentos incentivó el intercambio, lo que a su vez impulsó a los mercados y las ciudades; y, finalmente, el surgimiento de los Estados o lo que popularmente conocemos como “civilización”.

    Curiosamente, Grecia y Roma no contaban con la favorable geografía que poseían los pueblos de la media luna fértil. En ambos casos, cadenas montañosas y la ausencia de grandes planicies dificultaban la producción masiva de granos.
    No obstante, ambas civilizaciones establecieron colonias que se los proveyeron, como la isla de Sicilia. Como se sabe, Roma construyó un vasto imperio cuyo límite real eran las tierras cultivables. Los romanos, en cambio, no se expandían hacia aquellas zonas en las que la agricultura era inviable o dificultosa.
     


    El factor demográfico

    En la Edad Media, en paralelo a la desintegración del Imperio romano, la producción de alimentos cayó, pero hacia el siglo IX, comenzó a recuperarse. Innovaciones, como la rotación trienal de los cultivos, el uso del caballo como animal de tiro y la incorporación del arnés y las herraduras, incrementaron la producción en Europa noroccidental.
    Y, como en otros momentos de la historia, una mayor disponibilidad de alimentos provocó el crecimiento demográfico. Y dicho “excedente” de población se radicó en Europa oriental, más precisamente en lo que hoy en día son Polonia y los países bálticos. Estos territorios poseían planicies fértiles, ideales para la producción de cereales y, en poco tiempo, se transformaron en el “nuevo granero” de Europa.

    En la Edad Moderna, la colonización de América incrementó sustancialmente la producción de alimentos. Si bien las coronas europeas se lanzaban al mar con la esperanza de encontrar “su Potosí”, lo cierto es que solo España consiguió oro y plata en cantidades significativas.
    El resto de las coronas se enriqueció con el denominado “comercio atlántico”, que permitió el descubrimiento de nuevas plantas –tabaco, maíz, frutas tropicales–, el traslado al Viejo Mundo de nuevos cultivos –como la papa y el tomate– y la introducción en el Nuevo Mundo de múltiples actividades agropecuarias que, por las condiciones geográficas o climáticas, ofrecían allí mejores resultados. En muchos casos, especialmente en las grandes plantaciones de algodón y azúcar, se recurrió a mano de obra esclava, capturada en África occidental.
     


    La expansión estadounidense

    En la Edad Contemporánea, EE. UU. se erigió en el mayor productor mundial de alimentos. La consolidación de este verdadero coloso respondió a una fortuita combinación de factores. En primer lugar, la dotación de recursos naturales, en particular en el Midwest, una región cuya fertilidad compite con la de la pampa húmeda argentina.
    En segundo lugar, el masivo ingreso de mano de obra inmigrante: a lo largo del siglo XIX, 60 millones de europeos abandonaron el continente y 35 millones de ellos se radicaron en EE. UU.
    Un tercer factor fue el transporte: el río Misisipi y sus afluentes ofrecieron un transporte barato para los farmers que se asentaron en el Midwest.

    Más tarde, llegaría el ferrocarril. Y, por último, se impulsó una serie de políticas públicas, que incluyeron, principalmente, la expansión territorial y la incorporación de nuevas tierras a la producción. Por supuesto, todo ello a expensas de comunidades indígenas y de territorios ganados a México y España.
     


    El “verdadero granero del mundo”

    A diferencia de lo que se suele pensar, EE. UU. no nació “industrial” o “desarrollado”. Su proceso de take-off se vio motorizado, primero, por el tabaco, luego por el algodón y, más tarde, por el trigo.
    Dichos cultivos, junto con otros productos agropecuarios, lideraron las exportaciones a lo largo de buena parte del siglo XIX. Y a fines del 1800, EE. UU. se transformó en el “verdadero granero del mundo”, una posición que todavía mantiene.

    En esa condición, EE. UU. pudo abastecer de alimentos a sus aliados en las dos guerras mundiales, rescatar del hambre a Europa y Japón en la última posguerra, imponer bloqueos económicos y boicots durante la Guerra Fría, y aplicar distintas sanciones económicas.
    Muchas de esas acciones no significaron siquiera un gran esfuerzo para la economía estadounidense.
    La ayuda que Washington ofreció a todos los aliados durante la Segunda Guerra Mundial apenas equivalió al 15 % de su gasto militar total. Y el suministro de alimentos representó tan solo el 13 % de esa ayuda.

     


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