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Historia Argentina

¿Cómo se preparó San Martín para el Cruce de los Andes?
 


San Martín por Gil de Castro. Foto: Cedoc.

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  • Estamos en vísperas de conmemorar un nuevo capítulo de los Bicentenarios latinoamericanos. Se trata ni más ni menos de las celebraciones que comenzaron el 8 de septiembre en Perú con motivo de evocar el desembarco de la Expedición Libertadora liderada por José de San Martín. La Comisión del Bicentenario de la República del Perú, como las universidades y organizaciones de la sociedad civil se aprestaron a celebrar el acontecimiento que socavó los pilares del último baluarte de los defensores de la monarquía española en América del Sur.

    La pandemia que azota al mundo y afecta de manera singular los países latinoamericanos exigió modificar el programa de la celebración que adoptó, como en otras partes, el formato virtual favorecido por las plataformas y recursos audiovisuales. En cambio, la efeméride pasó desapercibida en la Argentina por lo que dicha ausencia fundamenta la oportunidad de ofrecer crónicas o estampas de la atribulada y convulsa experiencia histórica que tuvo como actor primordial a San Martín y al Ejército de los Andes en la independencia de medio continente.

    Trazar su periplo y sus efectos en el desplome del orden colonial y la formación de las comunidades independientes supone poner a disposición la conjunción de concepciones, prácticas y contextos en que el denominado Plan continental se puso en marcha en la antigua Provincia de Cuyo, atravesó el macizo andino, reconquistó la libertad de Chile y aprestó con extremas dificultades recursos materiales y políticos para avanzar sobre Lima, la ciudad más atrayente del imaginario sanmartiniano, que había guiado la decisión de abandonar la lealtad al rey español y optar por la causa de América.
     


    Los preparativos

    En la noche del 22 de diciembre de 1816 San Martín escribió a Tomás Guido:
    “Trabajo como un macho para salir de esta el 15 del que entra: si salimos bien, como espero, la cosa puede tomar otro semblante, si no todo se lo lleva el Diablo”.
    Dos días después, ese afanoso empeño se tradujo en la formación del Estado Mayor y en la revista de las fuerzas de artillería, infantería y caballería, y de los cuerpos de milicias. Para entonces, había ajustado cada detalle del plan político y militar con el que aspiraba restaurar la libertad en Chile, contribuir a la formación del gobierno libre y avanzar sobre Lima, el foco principal de la contrarrevolución.
    Mantener “la guerra en orden” constituía un objetivo crucial de la revolución política que inspiraba sus pasos por lo que hacer del ejército una fuerza auxiliar que glorificara la independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica fundamentaba la decisión de evitar cualquier tentación de “saqueo, opresión, ni la menor idea de conquista, o que se intentara conservar la posesión del país auxiliado”.

    El plan militar preveía que el ejército debía iniciar la marcha dividido en seis columnas con el doble propósito de dispersar la fuerza enemiga y afianzar las chances de las más robustas en hombres y armas que debían caer sobre las villas de San Felipe y Santa Rosa de los Andes, en tanto constituían los principales centros de recursos en la franja occidental de la cordillera.
    Pero antes de emprender el cruce, San Martín encabezó los rituales cívicos dispuestos a enaltecer públicamente la maquinaria militar. El día elegido fue el 5 de enero. Para entonces, el ejército salió del campamento del Plumerillo y desfiló por las calles de la ciudad en medio de un clima festivo e inflamado de ardor patriótico.

    Pero el tono del ceremonial y la partida del campamento de la discreta columna al mando de Cabot con destino a San Juan y La Rioja no satisfizo las expectativas del general de mantener la cohesión de los cuerpos armados en vísperas al cruce. Por el contrario, la evidencia que varios soldados habían esquivado el regreso al campamento para cumplir con los ejercicios doctrinales, lo condujo a publicar dos bandos que aminoraban la pena de deserción y concedían indulto general a todo aquel que se presentara ante su jefe en el término de cuatro días.
    A su vez, el control se extendió a los extramuros de la ciudad de Mendoza, San Juan, las capillas y demás lugares de las campañas, en el envío de partidas volantes para dar con los desertores y la restricción de la circulación de personas en un área circundante de tres leguas que solo podía ser atravesada por quienes estuvieran autorizados.

    A esa altura, ningún español-europeo, extranjero o americano que no hubiera demostrado estar enrolado en el sistema de la Patria habitaba el territorio de Mendoza ni de San Juan porque habían sido obligados a extrañarse a más de 40 leguas. La prohibición incluía a los seguidores del chileno José Miguel Carrera. El oficio sanmartiniano fue enfático al considerar que por tratarse de “una facción tan abominada en aquel país como autora de su pérdida y desastres”, su presencia era incompatible con la “libertad de América” colocándolos en un plano de igualdad con los españoles o “godos”.

    Entretanto, San Martín volcó en papel las instrucciones a las que debían ajustarse los jefes de las divisiones que puntualizaban el ritmo que debía adquirir la marcha, la economía que debía primar para evitar la dispersión de alimentos y animales, y la comunicación que debía prevalecer para coordinar las acciones de guerra en el territorio controlado por el enemigo.
    Pocos días después, y mientras las columnas del norte, al mando de Cabot y Zelada (que procedían del Ejército del norte), y la del sur, dirigida por el chileno Ramón Freire e integrada por una diminuta compañía de blandengues, habían iniciado ya la marcha, la fuerza militar al mando de Las Heras tomó rumbo hacia Uspallata por ser el más próximo a la capital, y por cargar con el parque de artillería que debía descender al valle de Aconcagua y su capital Santa Rosa de los Andes, desde donde debía enviar partidas para interceptar el camino a Santiago.
    Por su parte, el brigadier Soler, secundado por O’Higgins y Alvarado, el jefe del regimiento N° 1 de cazadores, movilizó la tropa en dirección al paso de Los Patos para descender al valle de Putaendo, y apoderarse de la villa de San Felipe en combinación con las operaciones dirigidas por Las Heras, el líder del regimiento N° 11.

    Atento a los movimientos de cada pieza de la máquina militar, San Martín se aprestó a iniciar su propia marcha. Antes de partir, entregó al gobernador Luzuriaga un texto para que fuera leído en el Cabildo y difundido entre el vecindario para que los “conceptos de los humanos sentimientos” que allí había vertido, se afianzaran en sus corazones. En ella dejaba fuera de dudas la gratitud a los pueblos cuyanos por haber contribuido a su gestión como gobernador intendente y con la “independencia y prosperidad común de la nación”.

    Pero ese sentido homenaje no era ajeno a la incertidumbre y zozobra que el cruce de la cordillera suponía para la empresa política y militar que había diseñado sin pausa y sin tregua desde que había arribado a Mendoza en 1814. Esas inquietudes lo condujeron a escribirle a quien había sido su vocero en el Congreso de Tucumán, el Dr. Tomás Godoy Cruz. Lo hizo el mismo día que se despedía de los cuyanos en los siguientes términos:
    “Mi amigo muy querido: El 18 empezó a salir el ejército, y hoy concluye el todo de verificarlo. Para el 6, estaremos en el valle de Aconcagua. Dios mediante, y para el 15, ya Chile es de vida o muerte. Esta tarde salgo para alcanzar las primeras divisiones del ejército. Todas han salido bien, y hasta ahora, no ha ocurrido novedad de consideración. Dios nos de acierto, mi amigo, para salir bien de tamaña empresa”.
    Idéntico registro había formulado a Guido en la Navidad: “yo espero que no obstante las inmensas dificultades que presenta la cordillera tenemos de salir, de lo contrario todo se lo lleva el Diablo y a mí el primero”.

    El riesgo ante el cruce y el desenlace de la guerra lo condujo también a tomar recaudos para proteger a su familia con fondos propios, no del Estado. Para entonces, su reducido núcleo familiar ya había emprendido el viaje a Buenos Aires escoltado por un piquete que debía despejar cualquier sorpresa de las pandillas de bandoleros o salteadores que solían asolar a los viajeros.
    Por ese motivo, la galera que trasladaba a Remedios y a Merceditas cargaba un lúgubre ataúd junto a los baúles que guardaba el exquisito vestuario que la había distinguido como esposa del gobernador.
    Pero el regreso a la casa paterna no era amigable: en Mendoza había quedado la esclava Jesusa sobre la cual pesaban fuertes sospechas de estar vinculada con el general.

     


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