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Historia

El fraile indígena que asesoró a San Martín en la guerra de Zapa y otros curas revolucionarios
 


Fray Luis Beltrán, el cura artillero del Ejército de Los Andes.

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  • La guerra no era un fenómeno nuevo en el suelo americano, y la participación de los curas en ella, tampoco. Pero la intensidad que adquirió en estos años abrió oportunidades de desplegar la vocación guerrera para muchos sacerdotes que se convirtieron en capellanes de los ejércitos de la revolución. Algunos de ellos son hoy más conocidos, como el fraile Félix Aldao o fray Luis Beltrán, o "fray Vulcano", un apodo merecido por su importante papel en la fabricación de armas para el Ejército de los Andes.
    Llevaban a cabo funciones precisas: confesaban a la tropa y atendían a los moribundos administrando los auxilios espirituales en ese trance. Dado lo particular de su tarea, así como la cotidianidad de la muerte, estaban facultados para absolver a los combatientes de una amplia gama de pecados antes de las batallas y para administrar la extremaunción.

    La misa dominical era un momento especialmente preparado en los ejércitos en campaña. Se colocaba el altar portátil en una gran tienda de campaña. Los soldados debían asistir con sus uniformes completos y debidamente aseados para escuchar el sermón en el que se los estimulaba a defender la sagrada causa de la revolución.
    Las blasfemias eran duramente castigadas con penitencias físicas. En el Ejército de los Andes se dispusieron penas severas para estos casos: la primera vez que se incurría en el pecado, se purgaba con cuatro horas de mordaza atado a un palo público y la segunda, era "atravesada su lengua con un hierro ardiente y arrojado del cuerpo".

    Los capellanes del Ejército de San Martín en su mayoría eran de Cuyo o habían emigrado desde Chile, salvo dos, que eran porteños. Uno de ellos era Julián Navarro. La mayoría había acumulado experiencias políticas al calor de la revolución. No pocos habían sido señalados como los autores —algo ocultos— de tumultos callejeros y luchas facciosas, como el propio Navarro.
    Estos capellanes se convirtieron en los hombres de confianza de los oficiales, quienes les pedían consejo antes y después de las batallas. Un caso bastante singular fue el del capellán araucano fray Francisco Inalicán quien, por ejemplo, asesoró a San Martín en la guerra de Zapa e intermedió con los caciques Pehuenches y Pampas antes de emprender el cruce de la cordillera. Inalicán, que había accedido al sacerdocio de manera excepcional —ya que estaba prohibido a los indígenas—, desempeñaba ese rol desde los primeros años del siglo, y sus tareas iban desde la "civilización y conversión de los indios" hasta el gobierno civil y militar de la frontera. El fraile indígena intervino en la fundación del fuerte de San Rafael y desde allí mantuvo contacto con los pehuenches de las reducciones y los de tierra adentro.

    La religión no solo estuvo presente en la guerra por la vía de los capellanes. Al crear el Ejército de los Andes en Cuyo, San Martín nombró a la Virgen del Carmen su "generala", reproduciendo un gesto que otros, de ambos bandos, ya habían tenido durante las guerras de independencia precedentes.
    Manuel Belgrano primero y Joaquín de la Pezuela después lo habían hecho en la que se libraba en el norte del antiguo Virreinato del Río de la Plata. Belgrano había nombrado generala a la Virgen de la Merced el 24 de septiembre de 1812 luego de la victoria en la Batalla de Tucumán, triunfo que no había dudado en atribuir a su intercesión. Incluso, le había entregado el bastón como símbolo del "ascenso" en el escalafón militar.

    Más allá de la sinceridad de sus devociones personales, estos generales habían percibido la importancia de las creencias religiosas y, sobre todo, del culto mariano entre la tropa. El nombramiento de vírgenes generalas servía a otro objetivo central en una guerra: crear un sentimiento de unidad entre los soldados y, a la vez, de subordinación. Conducidos por una Virgen —que asumía el mayor grado militar, al ser investida como generala— no dudarían en el carácter sagrado de la causa que los lanzaba a la guerra.
    Estos "nombramientos" amplificaron el papel de las advocaciones marianas en la guerra, dado que, hasta entonces, ellas habían cumplido un papel importante aunque de un rango menor: como patronas o protectoras. A ellas se les ofrecían las banderas capturadas al enemigo —como lo hizo Liniers con la Virgen del Rosario luego de la Reconquista de la ciudad de Buenos Aires— y se invocaba su protección antes de la guerra. El nuevo escenario de las guerras por la independencia exigía perfeccionar los dispositivos y, entre ellos, la práctica religiosa tuvo un lugar destacado.

    San Martín fue receptivo a los consejos que recibió de Belgrano cuando tomó la posta en el Ejército Auxiliar del Perú, más conocido como Ejército del Norte. En una carta le advertía que la guerra no se hacía solo con las armas, sino también con la opinión, en la cual no debían faltar las "virtudes morales, cristianas y religiosas". A lo que agregaba: "Conserve V. la bandera que le dejé, que la enarbole cuando todo el Ejército se forme, que no deje de implorar a la Nuestra Señora de las Mercedes nombrándola siempre Generala". Y adivinando las opiniones de espíritus más ilustrados o "exóticos" le advertía: "Deje V. que se rían, los efectos le resarcirán a V. de la risa, de los mentecatos que ven las cosas por la cima."

    San Martín puso en práctica estas recomendaciones y pocos días antes de la partida del Ejército de los Andes hizo bendecir la bandera y nombró Generala a la Virgen del Carmen. La ceremonia tuvo lugar el domingo 5 de enero, luego de que el Ejército de los Andes hiciera su entrada entre el repique de las campanas de ocho iglesias y recorriendo un trayecto adornado con arcos de flores. Esta marcha asumió un tono procesional al sumarse la imagen de la Virgen del Carmen en el convento de San Francisco.

    Todos marcharon hacia la iglesia matriz, donde habían colocado la bandera en una bandeja de plata sobre un sitial con tapete de tela de damasco. San Martín la tomó y la presentó al sacerdote junto con su bastón para que los bendijera. Este paso fue celebrado con una salva de veintiún cañonazos. Luego siguió la misa y, al finalizar, la procesión volvió a salir hasta un altar preparado al costado de la iglesia. Allí San Martín siguió el guion belgraniano repitiendo cada uno de sus movimientos: se arrodilló ante la imagen, le entregó el bastón de mando y le prometió las banderas enemigas. Luego la imagen de la Virgen fue depositada al convento de San Francisco con la misma solemnidad con que había sido retirada.

    A los ocho meses de esta ceremonia, cuando el Ejército de los Andes ya había atravesado la cordillera y conseguido una importante victoria en la batalla de Chacabuco, el 14 de septiembre de 1817 Julián Navarro fue el encargado de pronunciar en la catedral de Santiago un nuevo sermón patriótico. En este caso el discurso era un elogio, un homenaje. Los destinatarios eran "los bravos patriotas que perecieron en la acción de Rancagua el 1 y 2 de octubre de 1814." Allí, a diferencia del Discurso pronunciado en la Catedral de Buenos Aires poco menos de un año antes, no hablaba de concordia sino de venganza y expresaba: "La patria no muere, sus infortunios tendrán siempre vengadores mientras exista la unión, así como de nada sirve que sea fecunda la sangre de los héroes si la discordia civil empeña el odio que debía escarmentar el enemigo común".

    Navarro extremaba los argumentos y –acudiendo nuevamente a los ejemplos bíblicos— equiparaba a los combatientes revolucionarios con quienes integraron las Cruzadas para la liberación del Santo Sepulcro. Las guerras por la independencia se transformaban en guerras santas: "Oíd lo que se lee en el libro 1 de los Macabeos. Matatias […] hallándose a los umbrales del sepulcro, encargó imperiosamente a sus hijos la continuación de la guerra Santa".
    Los combatientes patriotas eran los nuevos macabeos contra un ejército de ocupación dispuesto a destruir la "verdadera religión".

    La derrota de Rancagua le resultaba inexplicable al sacerdote, y aún más inadmisible era la persistencia de los españoles en su tentativa por sojuzgar a América, que se volvía la destinataria de sus palabras. Navarro decía: "Se te pretende esclavizar necesariamente en la época en que la naturaleza y todas las instituciones sociales te lo habían restituido: cuando la descendencia de tus invasores es una propiedad de tu suelo en que has visto la luz, y quiere ser, y que seas tan libre como tus antiguos indígenas". Y agregaba: "Cuando sin los sangrientos estatutos de la mita se extrae el oro de tus minerales, para que mezclado con tus ricos frutos, sirva al mercado del universo aquel mismo metal que por tres siglos se empleaba en forjar tus cadenas".

    Navarro hacía política. En las parroquias y en los campos de batalla. También en las plazas y en los púlpitos. Parecía manejar a la perfección las claves políticas de la época. El fraccionamiento dentro del grupo revolucionario obligó a unos y otros a adherir a algunas de las alternativas disponibles. Una vez que estuvo del lado de la revolución, tomó una posición y la defendió.
    Su trayectoria no tuvo demasiadas sorpresas. En septiembre de 1811 integró el grupo que instaló el Primer Triunvirato y apartó a los saavedristas del gobierno. Probablemente no acordó con la línea política que derivó en la instalación del Segundo Triunvirato en octubre de 1812 y que implicó el desplazamiento de Juan Martín de Pueyrredón, cerca del cual se lo vio actuar en estos años. A partir de ese momento, la Logia Lautaro asumió el mando de la Revolución hasta que otro movimiento depuso al director supremo Alvear en 1815. Sus críticas a este personaje lo llevaron por poco tiempo a Patagones, desde donde parece haberlo rescatado Pueyrredón una vez que el Congreso de Tucumán lo nombró en ese cargo.
     


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