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Historia

La noche que Juana Azurduy tomó por asalto una cárcel española al mando de 300 indígenas y rescató a su marido
 


Juana Azurduy.

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  • Junto a su esposo, Manuel Padilla, combatió a los realistas con bravura, Fue admirada por Belgrano y Güemes. Post mortem, se convirtió en la primera mujer en alcanzar el grado de General. Cuatro de sus cinco hijos y su marido murieron en la guerra. Fue olvidada y murió en la pobreza a los 81 años. Su memoria fue recuperada recién en este siglo.
    La rebeldía de chola indómita acompañó desde la cuna a Juana Azurduy. Nacida el 12 de julio de 1780 en Chuquisaca, por entonces el Alto Perú, hoy Bolivia, también se tuteó desde pequeña con el dolor.
    Apenas era una niña cuando perdió a sus padres, hacendados de buena posición. A ella y su hermana Rosalía la criaron sus tíos. Pero la relación no era buena, y las enviaron al monasterio de Santa Teresa.

    Allí no pudieron enderezar su carácter bravío. Cuando cumplió 17 años, las monjas, rendidas, la enviaron de regreso a la hacienda familiar. Por entonces, su familia y la de Manuel Ascensio Padilla solían frecuentarse. Se enamoró de aquel joven. En 1802 se casaron. Tuvieron cinco hijos, pero sólo uno llegaría a la mayoría de edad.
    Todavía no era tiempo del 25 de mayo de 1810, pero Juana y Manuel abrazaron los ideales de la independencia americana.
     


    De armas llevar

    La pareja se embarcó en la revolución de Chuquisaca, el primer estallido revolucionario ocurrido el 25 de mayo de 1809, un levantamiento popular contra la Real Audiencia de Charcas, que terminó en una violenta represión. Luego de ese primer grito ahogado de libertad, los Padilla pasaron a figurar en la columna de buscados en la agenda de los españoles.
    Los Padilla alojaron en su hacienda a Juan José Castelli y Antonio González Balcarce, los jefes del Ejército Auxiliar, antes del desastre de Huaqui en junio de 1811, que determinaría la pérdida del Alto Perú.
    Las consecuencias no demoraron en llegar. Los españoles, nuevamente dueños del terreno, confiscaron las propiedades de los Padilla y éstos debieron ocultarse. Manuel ya estaba identificado por los realistas como quien se ocupaba de atacar la ruta de suministros que llegaban para los españoles en Chuquisaca. Cuando apresaron a su esposo, Juana reunió a más de 300 indígenas. Entraron a Chuquisaca de a poco, simulando ser lugareños. Y a la noche tomaron por asalto la cárcel del Cabildo, donde un par de guardias somnolientos apenas pudieron reaccionar. Padilla fue liberado.
    Estuvieron a las órdenes de Manuel Belgrano. Participaron en el éxodo jujeño; Padilla combatió en Salta y Tucumán y en Vilcapugio, si bien Juana no entró en acción, estuvo en la retaguardia. Luego de Ayohuma, el creador de la bandera le obsequió a la mujer su sable en señal de respeto y reconocimiento.
     


    “Hermosa señora”

    Juana no sólo era la esposa de Padilla, sino que su liderazgo fue un imán para que muchas mujeres se le unieran y quisieran seguirla en esas cargas desordenadas, rodeada de indígenas armados como podían, con lanzas, arcos y aún palos.
    Esas cargas sorprendían tanto a amigos como a enemigos. El sueco Adam Graaner, que estuvo en el norte entre 1816 y 1817, se encandiló con “esa hermosa señora de veintiséis años que manda un grupo de cuatrocientos indios en la comarca de Chuquisaca”, aunque se decía que había logrado organizar una milicia de diez mil indígenas.

    El 10 de febrero de 1816, Chuquisaca, ocupada por los realistas, al mando del coronel José Santos de La Hera, fue atacada sorpresivamente por 3700 hombres al mando del comandante Padilla. Tal era su fama que muchos del pueblo, al verlos, se les unieron.
    Desde sus barricadas, los españoles observaban absortos la temeridad de una mujer montada a caballo, armada con sable y pistoleras, que iba de un lado para el otro, animando a la tropa.

    La Hera, de escasos 23 años pero que había llegado a coronel por méritos en los campos de batalla, quería tomarla prisionera y de un certero disparo, mató a su caballo. Sin embargo, la mujer fue rescatada por los suyos.
    La arremetida española hizo que los patriotas huyesen, pero no tanto. Porque la gente de Azurduy les tenía preparada una emboscada, guarnecidos en zanjas protegidas por espinos. Cuando los españoles llegaron fueron recibidos por una descarga de fusilería, mientras que un grupo a caballo los atacó por los flancos.

    Un coronel español tomó la bandera para animar a la tropa. Pero Juana Azurduy se abalanzó sobre él y se la quitó, mientras sus seguidores terminaban con su vida. Los realistas se retiraron.
    En el parte que envió a Buenos Aires, un asombrado Manuel Belgrano escribió que “paso a mano de VE el diseño de la bandera que la amazona doña Juana Azurduy tomó en el Cerro de la Plata, como a once leguas al oeste de Chuquisaca. El comandante Padilla calla que esta gloria pertenece a la nombrada, su esposa, por moderación; pero por conductos fidedignos, me consta que ella misma arrancó de las manos del abanderado este signo de tiranía a esfuerzos de su valor y de sus conocimientos de milicia”.

    Luego de su desempeño en el ataque del Cerro de Potosí, en agosto de 1816, Juana fue ascendida a teniente coronel en la división Decididos del Perú.
    El principio del fin sería la batalla de la Laguna, donde volverían a enfrentarse con los españoles entre el 13 y 14 de septiembre de ese año. Ella sería herida de bala y debió abandonar el campo de batalla, mientras que su esposo era degollado cuando ya agonizaba por dos disparos recibidos en la espalda.
     


    Una sombra, nada más

    Tardó algunos días en reunir a un grupo que la ayudase a rescatar la cabeza corrompida de su marido, clavada en una pica, y darle sepultura con honores militares. No sabía dónde ir. Luego de estar un tiempo oculta en el Chaco, se acopló a las fuerzas de Martín Miguel de Güemes. Pero cuando éste murió en 1821, volvió a quedar sin rumbo.
    Hacía tiempo que sus cuatro hijos habían fallecido víctimas del paludismo y la malaria. Le quedaba la compañía de su quinta hija, Luisa. Deseaba volver a Chuquisaca, pero no tenía cómo. Para vivir, debió pedir limosna. Hasta que en mayo de 1825, el gobierno de Jujuy le cedió cuatro mulas y cincuenta pesos para los gastos del viaje.

    Cuando llegó a Chuquisaca, casi nadie la reconoció. Muy lejos habían quedado los tiempos cuando era un temible vendaval de furia que hacía electrizar a sus seguidores en las batallas. Montada en su caballo, con su chiripá blanco, casaca roja y el inconfundible gorro del mismo color, Juana Azurduy sabía cómo conducir. Intentó en vano recuperar sus bienes, ahora en manos de otros. Su única propiedad debió malvenderla y fue inútil luchar contra la burocracia en el reclamo de sus sueldos de oficial.

    En la pieza miserable donde vivía, se acercó a conocerla Simón Bolívar, quien le concedió una pensión vitalicia de 60 pesos, que posteriormente el Mariscal Antonio de Sucre aumentó, pero que dejaría de percibir en 1830. Sus antiguos jefes, como Belgrano o Güemes o tantos otros que había conocido, habían muerto. No tenía a quien recurrir.
    Quedó sola, acompañada por un niño ya que su hija ya se había marchado al casarse. En una humilde pieza de un barrio de Chuquisaca, aferrada a unos pocos recuerdos, murió el día patrio del 25 de mayo de 1862.

    Los homenajes vendrían mucho después. Una pequeña ciudad en la provincia boliviana de Tomina lleva el nombre de su esposo -donde tenía su cuartel- mientras que una provincia la recuerda. En 2009 fue ascendida a general post mortem, convirtiéndose en la primera mujer en alcanzar ese grado.
    Con el correr de los años, sus despojos fueron rescatados de la fosa común en la que había sido enterrados, con la sola presencia de un cura. Esa anciana de 81 años había sido esa corajuda sin límites, la admirada por Belgrano y Bolívar, la misma andrajosa y harapienta que había vuelto a su pueblo montada en una mula prestada, como un fantasma rumbo al olvido.  


    Una versión de esta nota se publicó en julio de 2020.  


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