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Arte y Cultura

Paul Groussac, el francés errante que se volvió un “buen argentino” y dirigió por 34 años la Biblioteca Nacional
 


Paul Groussac. (Foto: Wikipedia).

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  • Tenía apenas 18 años Paul Groussac cuando vio en el puerto un velero con seis letras pintadas que formaban el nombre de Anita. ¿Significaría algo para él ese tierno diminutivo? ¿Qué imágenes se le habrán formado en la cabeza cuando lo leyó?
    Preguntó adónde se dirigía. Buenos Aires, le dijeron. Perfecto, pensó. Tenía en el bolsillo una carta de recomendación del filósofo y ex alcalde de Toulouse Adolphe Gatien-Arnoult, que estaba dirigida a Amadeo Jacques, francés emigrado a la Argentina.
    Le dio al capitán algo del poco dinero que llevaba encima y se subió. Después le dedicaría una larga sonrisa a esa costa que se alejaba lentamente. Era la decisión acertada, habrá pensado; barajar y empezar de nuevo. Del otro lado del Atlántico, lo esperaba un país en plena construcción.

    Paul Groussac nació el año en que se publicó el Manifiesto comunista, 1848, en Toulouse, Francia, en una familia religiosamente católica y económicamente estable. Su madre murió cuando él tenía diez y se fue a vivir momentáneamente con su abuela a un pueblo llamado Sorèze, donde conoció a Henri Lacordaire, un teólogo y escritor romántico que le inculcó algunas ideas sobre la erudición.
    Se anotó en la Escuela de Bellas Artes de Toulouse, pero ni siquiera fue a cursar. Estaba, podría decirse, perdido, sin rumbo. Su padre le había dado el permiso (y el dinero) para realizar un largo viaje; y lo hizo pero al llegar a París se dio cuenta que el dinero que le quedaba era poco.
    ¿Por qué no quería volver? Su padre, luego del largo luto, se había vuelto casar. Envuelto en ese malestar, leyó Anita y se subió.

    Cuando llegó a Buenos Aires, año 1866, no pudo comunicarse con nadie porque nadie entendía su idioma. Entonces vagó por las callecitas adoquinadas hasta que lo detuvo la policía. ¿Por qué? Argentina estaba en guerra con Paraguay, la Guerra de la Triple Alianza, entonces creían que era un porteño simulando ser extranjero para evitar ser reclutado. Fue el cónsul quien lo sacó de la cárcel y le ofreció un trabajo en un campo de San Antonio de Areco.
    Cuando su padre se enteró, le mandó una carta con una única orden: si se iba a quedar en Argentina, tenía que regresar a Buenos Aires. Y ahí, en esa ciudad ajena pero familiar, se encarrila: aprende el idioma, da clases en distintos colegios, estudia la literatura y la historia locales, y publica en diarios y revistas argentinas. Se adapta, se camufla y emerge.

    En el año 2007, Horacio González y Patrice Vermeren, un argentino y un francés, publican un libro en conjunto sobre este particular personaje. Se titula "Paul Groussac, la lengua emigrada" y plantea una serie de ideas en torno a lo que definen como “el fatal hiato entre el acto de escribir y la historia a la que ese acto pertenece”.
    “Solo una lengua fuera de lugar puede acercarse a estas grietas silenciosas del espíritu”, escriben en el prólogo para luego, cada uno por separado, abordar al personaje y a la obra, primero González, que fue director de la Biblioteca Nacional, que de hecho lo era mientras escribió este libro, con una serie de textos titulados “Paul Groussac, entre Borges y Proust”, después Vermeren, con “Paul Graussac, la República y la moneda falsa de las ideas”.

    González rescata la figura de Groussac como un cronista ácido, como un erudito de combate que ”ve entre espesas cortinas la comicidad absurda de los mentecatos culturales” y “descubre bajo mustias formas de lenguaje las rutinas de cortejo que pertenecen a un alicaído ceremonial”.
    Alguien capaz de escribir el prólogo a La locura en la historia de José María Ramos Mejía y ahí mismo hacer “una obra maestra de la aniquilación elegante y mordaz del libro que prologa”.
    Dice González también que “Groussac es un legitimista” en el sentido que “apuesta a la verdad literaria que cada escrito debe encontrar y en ese mismo acto tomarla entre manos”. Por su parte, Vermeren afirma que “el estilo de sus crónicas es siempre regular, casi siempre polémico y de una pluma ágil”.

    Cuando el gobernador de Tucumán, Federico Helguera, le ofrece dirigir el diario de su gobierno, "La Unión", Groussac acepta. Allá también dirige la Escuela Normal de Tucumán, es nombrado Director de Enseñanza e Inspector Nacional de Educación, se vuelve un especialista en pedagogía laica y logra que sus impresiones se publiquen en diarios europeos.
    Y acá, en Tucumán, también forma una familia: se casa con una santiagueña de la alta sociedad y tiene hijos. Su ambición cultural y política le pide volver a Buenos Aires. En 1884 llega a la capital y, luego de fundar el diario Sud-América e intervenir enérgicamente en los debates públicos, el presidente Julio Argentino Roca le concede el puesto de director de la Biblioteca Nacional, justo cuando pasa a ser nacional, en 1885.

    Son 34 los años que Groussac le dedicó a la Biblioteca Nacional como director. Mientras administraba y aumentaba este patrimonio público, escribió libros como Del Plata al Niágara, Las islas Malvinas, Biografía de Liniers.
    Incluso experimentó la novela con Fruto vedado y es autor, según definió el crítico Fermín Fevre, del primer cuento policial de la literatura argentina, “La pesquisa”. Escrito en 1883, cuando regresó a Buenos Aires de su visita por París, el relato fue publicado al año siguiente en el diario Sud América como “El candado de oro”.
    En 1897 lo vuelve a publicar, en una versión corregida y definitiva, como “La pesquisa”, esta vez de forma anónima, en la revista La Biblioteca, que él dirigía. El texto quedó en el olvido y varias décadas después, cuando el género cobró vigor, fue rescatado.

    En 1926, tras una operación de glaucoma, Groussac quedó ciego, y tres años después, a los 81, murió. Como una extraña coincidencia, Borges no sólo compartió la ceguera, también la dirección de la Biblioteca Nacional (lo fue entre 1955 y 1973).
    Y hace referencia a ambas cuestiones en el “Poema de los dones”, de 1959, cuando dice:
    “yo fatigo sin rumbo los confines / de esta alta y honda biblioteca ciega”.
    Y más adelante, concluye así:
    “¿Cuál de los dos escribe este poema / de un yo plural y de una sola sombra? / ¿Qué importa la palabra que me nombra / si es indiviso y uno el anatema? / Groussac o Borges, miro este querido / mundo que se deforma y que se apaga / en una pálida ceniza vaga / que se parece al sueño y al olvido”.
    No es la única vez que lo nombra en su larga obra.

    En “El arte de injuriar”, por ejemplo, Borges destaca su “buen malhumor” (Groussac era un crítico literario muy ácido) que “cumple con el más ansioso ritual del juego satírico”.
    También escribe un breve ensayo en 1929, a los pocos días de su muerte, que luego incluyó en su libro de 1932, Discusión. El texto, que lleva por título el nombre del aludido, subraya su “placer desinteresado en el desdén” y concluye así:
    “La sensación incómoda de que en las primeras naciones de Europa o en Norte América hubiera sido un escritor casi imperceptible, hará que muchos argentinos le nieguen primacía en nuestra desmantelada república. Ella, sin embargo, le pertenece”.
    Y unas líneas atrás subraya su trascendencia:
    “Groussac, persona inconfundible, Renán quejoso de su gloria a trasmano, no puede no quedar”.

    En el libro de 2005 Paul Groussac, un estratega intelectual, Paula Bruno dice que fue “un articulador del espacio cultural argentino durante el cambio de siglo” y que ese “rol, que fue construido y fomentado por él mismo, dotó a sus prácticas de una dinámica particular en un contexto en el que no existían aún pautas estables e institucionalizadas para realizar determinados quehaceres intelectuales”.
    Su trayectoria pública y sus intervenciones llevaron a la historiadora argentina “a considerarlo un estratega intelectual”. Así, entonces, tituló el libro y definió a Groussac, uno de los “hombres públicos que se autopercibieron como los mentores de una nueva era, y pusieron en práctica distintas estrategias con el objetivo de cambiar profundamente la fisonomía de la joven nación, imperativo que era asumido como una misión”.

    ¿Pero qué era, qué fue y qué es Groussac? En el libro de González y Vermeren se rescata un manuscrito donde da algunas ideas breves en torno a lo que significa ser un emigrado que cambió de casa definitivamente, que entendió algunos pormenores de la nueva tierra, que le quedan algunas incógnitas por develar. En ese texto titulado “La situación” dice:
    “En cuanto a mí, yo ya estoy asentado. Los derechos civiles concebidos plenamente, la libertad de emitir mi opinión bajo mi sola responsabilidad, y en fin, las simples garantías institucionales, son ampliamente suficiente para mis necesidades de intervención en los asuntos del país (...) En veinticinco años de residencia, no descubrí la fórmula mejor para volverme el buen argentino que soy, más que seguir siendo el buen francés que era”.

     


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