Comodoro Rivadavia - Chubut Argentina
"Capital del Viento"

Libros Electrónicos - Relatos

Puesto Pepino
 


La Casa de Piedra

Bajando al Puesto de Pepino se observa abajo a la izquierda parte de la Catedral con techo abovedado. Al centro una fuerte construcción rectangular y atrás una arboleda donde esta el manantial que desciende a la laguna. Yo era un pibe y había quedado boquiabierto al ver la casa de piedra, un día que mi abuelo me llevó, a caballo, hasta el puesto El Barragán.

- ¿Quién la hizo?, pregunté.

- "Un indio llamado Pepino", me contestó.

- ¿Pepino? ¡Qué raro un indio que se llame Pepino!.

Se ve que mi curiosidad le gustó. Él no hablaba mucho cuando salíamos de recorrida. A lo sumo unos gritos a su perro - "Chino" - para que repunte algunos capones, que quería ver más de cerca. Pero ese día, nos bajamos de los caballos y, mientras yo recorría las casitas, haciendo volar mi imaginación, él juntó un poco de leña y tras un reparo hizo fuego y me invitó a sentarme para contarme la historia que hace mucho le habían contado a él.

"Allá por l902 ó 1903 llegó a Comodoro Rivadavia un joven italiano que, como otros tantos europeos, había escuchado las más variadas historias y leyendas sobre América y en especial sobre la Patagonia.

Este joven venía de una familia de artesanos constructores de grandes palacios. En su provincia natal, había muchas canteras de mármol y sus antepasados por generaciones se habían dedicado a extraer, picar y darle forma a enormes bloques, con los cuales después hacían fabulosos palacios y castillos para los nobles de la región.

Fue así que, ayudando a su padre en la construcción de un castillo, para un conde, conoció e inmediatamente se enamoró de la hija del noble. Por supuesto, este era un amor imposible aunque él sabía, en su interior, por las miradas que habían cruzado, que era correspondido.

Pensó que la única manera de conseguirla era haciendo previamente fortuna para poder comprarse un título y mandar a construir un palacio a la altura de su amada de sangre azul.

Sabía que trabajando, como su familia lo había hecho por generaciones no lo conseguiría, así que, decidido como era, se trepó al primer barco que venía para América y la suerte o la desgracia quiso que después de recalar en varios puertos, seguramente un raro día de poco viento, se decidió por bajar en Comodoro.

Acá, por supuesto, no había reyes, ni condes ni nadie que pensase en construir un castillo. Tampoco estaban sus añoradas canteras adonde se había criado entre el ruido de las piquetas.

Eso si, se necesitaban brazos fuertes para trabajar, porque estaba todo por hacerse y el italiano, quería hacer fortuna a toda costa y no le disparaba a la tarea más pesada. Hizo de todo un poco. Aprendió a alambrar.

Se convirtió en un famoso alambrador. Era buscado por lo bien y rápido que trabajaba. Casi no dormía. Lo único que le interesaba era terminar el trabajo encomendado para poder cobrar su platita y comenzar con otro.

También construyó casas de adobe, corrales, galpones de esquila y muchas obras que todavía están en pie.

Un día, que estaba por Pampa Pelada, alambrando en la estancia de unos böers encontró en medio de la meseta a un chico de unos diez años: solito y medio helado, porque en ese momento caía una escarcha que, sumada al viento, calaba los huesos.

El pobre indiecito estaba medio desnudo, al solo abrigo de una mata de calafate, casi muerto, vaya a saberse desde cuantos días deambulaba perdido en esas inmensidades.

Lo arropó y alimentó y después de unos días, entre lo poco que hablaba cada uno en castellano: el uno por italiano y el otro por indio (porque además todos los indios son muy tímidos y de poco hablar), pudo enterarse que la madre y el hermano menor del indio habían muerto de fiebre y que él hacía días que caminaba por la meseta sin rumbo.

Se llamaba con uno de esos extraños nombres de los indios: algo así como Yanquetrul o algo parecido lo que, para el pobre italiano, era algo impronunciable.

La llegada del indiecito, cambio un poco la triste vida del italiano. Ahora tenía a quien contarle, mientras trabajaba, de su país, de su familia, de los castillos que construían y por supuesto le hablaba de su lejano amor.

Le contaba sus sueños: que en unos pocos años más tendría el dinero suficiente para hacerle un palacio. Que había escuchado de un lugar, con un hermoso manantial de agua cristalina en un sitio reparado de los vientos patagónicos frente a una inmensa laguna. Encontrarían ese lugar, construirían el palacio y luego traería a su amada y le darían muchos hermanitos.

Porque, al poco tiempo, ya lo había adoptado como propio, le enseñaba a trabajar, le dibujaba castillos y el indiecito, al que había rebautizado con el nombre de su hermano menor - Pepino - había logrado olvidar el horror de ver morir a su madre y todo lo que vino después.

Si antes el italiano trabajaba mucho, ahora con el entusiasmo y las esperanzas renovadas que le infundió Pepino duplicó el esfuerzo y por lo tanto la acumulación de plata. Veía día a día como se acercaban a la meta.

El otoño de 1913, presagiaba un invierno más duro aún que los que habían pasado. Previendo esto, el italiano bajo a Comodoro para aprovisionarse bien; quería comprar otra mula de carga, tenía unos cuantos cueros de guanaco y una buena cantidad de plumas de ñandú para entregar.

Pensaba que con una temporada más le alcanzaría; luego podría dedicarse a encontrar ese lugar idílico del que le habían hablado una vez y que él, sin conocerlo, no se cansaba de describirle a Pepino.

Sabiendo que la hija del conde era una cristiana muy devota, construirían para ella una capilla más bella aún que la que había colaborado en edificar para una duquesa de su país. El atrio estaría en un recinto circular bajo una enorme cúpula.

En los pocos momentos de descanso, incansablemente dibujaba los planos en un pedazo de papel o de cartón con un carbón, a falta de lápiz. Pepino trataba de aprender todo. Tenía voluntad.

Cuando en su camino encontraban algunas piedras grandes, el italiano no podía con su genio y ahí nomás se detenían y con una maza y un cortafierros comenzaba a darle forma y a enseñarle a su protegido y discípulo algún secreto más: de como se trababan las piedras, a usar la regla, el metro y la escuadra y muchas otras cosas.

El indiecito se esforzaba por recordar todo y mostrarse ante su protector y maestro como un aprendiz aplicado.

Iban por Cañadón Ferraiz, subiendo a la meseta, rumbo a una estancia cerca de la costa, donde pasarían el invierno alambrando: haciendo pozos en la tierra helada para colocar los postes, estirando los alambres bajo el rigor de la nieve y el viento.

Iba a ser un invierno duro, sin duda pero, el italiano en su delirio, se consolaba pensando que con lo que cobrase, más lo que tenía ahorrado, para la primavera, podría rumbear para el lado de Sierra Cuadrada.

No muy lejos de allá estaban el manantial y la laguna del que le había hablado un paisano vagabundo hacía unos cuantos años, cuando recién había desembarcado y estaba un poco desilusionado con la Patagonia; el lugar tal como se lo había descrito coincidía perfectamente con sus alocados ensueños: él ya lo sentía propio.

Justo se estaba palpando la bolsa de cuero que llevaba en el pecho bajo el pesado abrigo, que él mismo se había hecho con unos cueros de chulengo, cuando sintió el primer disparo que le rozo la frente. Los dos se tiraron al suelo pero, los que los seguían, seguramente desde Comodoro, habían esperado hasta encontrar el lugar donde no tendrían escapatoria.

Se ve la Catedral de Pepino con su parte circular con techo abovedado comunicada con una nave rectangular. Las paredes tienen un espesor de aproximadamente un metro. El segundo disparo fue certero y una bala de Winchester le atravesó el pecho. Pepino escucho las últimas palabras de su salvador: "Cuídate, hijo. Buscá la laguna y..." . El tercer disparo traspasó la pierna de Pepino.

Cuando llegaron los tres chilenos fueron derecho al lugar donde habían visto que el italiano guardaba el fajo de billetes. Uno se interesó por la cabellera del indio, pero cuando vio que era muy corta pensó que ni valía la pena el esfuerzo comparado con el botín que tenían para repartirse y lo dejó.

A Pepino le llevó todo ese invierno recuperarse no solo de su pierna, que salvó gracias a unos gringos que pasaron poco mas tarde por ese lugar y lo vieron arrastrarse desangrándose, sino también del dolor de haber perdido a su protector. Su pierna quedó dura, su corazón también.

Llegada la primavera y ya restablecido seguía escuchando en sus oídos la voz del italiano que le decía: "... buscá la laguna...". Con el único bagaje de las herramientas del italiano, que sus asesinos habían abandonado interesándose solo por el dinero, partió rumbo hacia el oeste de ese vasto territorio.

Atravesó mesetas y cañadones, anduvo meses viviendo de lo que cazaba y cuando ya se acercaba otro invierno y empezaba a dudar de la información que había recibido el italiano: encontró este lugar."

"Su sorpresa quizás fue mayor que la tuya" - agregó mi abuelo.

Me hizo ver lo que habrá sido para ese indiecito encontrar este lugar: tal como el había interpretado del relato del italiano.

"Además había algo acá que el italiano no le había contado: una enorme cantidad de piedras lajas de todos los tamaños. Lloró pensando en el palacio que hubiese hecho su protector con tanta piedra: fue en ese momento que se le ocurrió la idea de hacer, en homenaje a la memoria del difunto, las construcciones que él había planificado. Tenía los planos, aunque sin dimensiones, en su cabeza.

Comenzó con una primera construcción sencilla y rectangular de unos cuatro por seis metros. Trabajaba sin descanso, de sol a sol. Se detenía apenas para comer algo y para cazar cuando veía algunos guanacos que se acercaban a tomar agua del manantial.

Escuchaba sus relinchos de lejos, ya que el pozo de la laguna hace de caja de resonancia. Pasó todo ese invierno y el otro y otro más empeñado en llevar a cabo el loco sueño del italiano."

En este punto mi abuelo me aclaró que quizás este, no era el lugar, eso nunca lo sabremos, quizás ese lugar solo existió en la imaginación del vagabundo que se lo describió por primera vez al italiano.

Seguramente también en la cabeza del italiano que, evidentemente había enloquecido de amor, estaba construir algo de las dimensiones de un verdadero castillo o una verdadera catedral.

Pepino no podía imaginar, ni siquiera tener una idea de las magnitudes; en sus pocos años no conocía otra cosa que la pampa y los relatos del italiano, transmitidos en un lenguaje apasionado pero a la vez primitivo.

Los únicos "edificios" que vio con sus propios ojos fueron unas pocas casuchas de chapa: no era más que eso Comodoro. Todo eso hace que la construcción de Pepino adquiera aún mayor valor y tenga más mérito. Podemos decir que es la obra de alguien que sufrió mucho y que quiso honrar al único ser que le brindó protección, calor y amor.

Ante mis preguntas, mi abuelo continuó con su relato:

"Como al cuarto año de haberse instalado aquí, pasó por primera vez un cristiano que, como vos, también se sorprendió por las construcciones. Este era justamente: tu bisabuelo, el Oupa Ben, que venía trayendo una majadita de ovejas que había comprado en Sierra Chaira.

Se había desviado un poco de su camino, pero al viejo le gustaba conocer y, en esa época, estaba todo por conocerse. Además las ovejas venían despacio, pastando buenos campos, aquí encontró buen agua y como curioso que era se quedó a escuchar la historia de Pepino". "Gracias a eso hoy te la puedo contar", acotó.

"Tu bisabuelo empezaba con esa majada a poblar Sierra Cuadrada, unas tres leguas más al sur y como le había resultado tan gauchito el indiecito, con ese extraño modo de hablar donde mezclaba idiomas de forma muy simpática, lo visitó varias veces. Siempre lo encontraba en la misma tarea de picar piedras y agrandar su obra.

Un día le preguntó a mi padre adonde podría vender ó canjear los muchos cueros de guanaco, zorro y puma y las plumas que tenía. En la visita siguiente tu bisabuelo lo encontró a Pepino bien empilchado, con un buen caballo y hasta con revólver. Hasta hicieron planes para traer una majadita de Paso de los Indios: se encontrarían en lo de un tal Uribe justo al mes.

Mi padre lo espero allí todo un día y al ver que no venía se volvió con los carneros que había comprado. En el camino tuvo un mal presentimiento y decidió dar una vuelta un poco más larga y pasar por lo de Pepino.

No necesitó llegar, a mitad de camino lo encontró cuando ya estaba casi muerto. Había ocurrido lo siguiente: para pasar un alambrado donde no hay tranquera, normalmente el jinete se apea a mitad de distancia entre dos postes.

En ese lugar con el peso de su cuerpo inclina el alambrado hasta poder pisar una de las varillas, de ese modo los siete hilos de alambre quedan con una gran tensión pero tan bajos como para permitir que el caballo pase cabestreando.

Pepino hizo esto con su pata dura que no le permitía dominar bien el pie. La varilla se le escapó de abajo de la alpargata, los alambres saltaron, el caballo asustadizo, pegó un corcoveada, con tan mala suerte que hicieron que se dispare el revólver que llevaba a la cintura.

Cuando llegó mi padre ya no había nada que hacer. Había perdido mucha sangre. Parecía como si lo hubiese estado esperando, aguantando para poder morir tranquilo, porque sus últimas palabras fueron: Gracias por venir Don Mibur, le encargo que me cuide la casa...".

 


El Ing. Agr. José Enrique Guerrero con dos comodorenses visitando las Cataratas del Iguazú. Ellos son Hermina Norval de Venter y Andrés Venter (al centro).

Autor: Ing. Agr. José Enrique Guerrero. Febrero de 1999.  


Nota: La Casa de Piedra o Puesto Pepino existe. Se trata de varias edificaciones de piedra que parecen no sufrir el paso del tiempo.

Llama especialmente la atención, de quien las visita, (aunque no hemos sido más de veinte personas los que conocemos ese lugar perdido en la inmensidad patagónica), un recinto circular con techo en forma de bóveda, de unos cuatro o cinco metros de diámetro, totalmente de piedra con paredes de un metro de espesor.

Se haya ubicada en la Estancia "Tres Manantiales" (en el puesto "El Barragán") - Sierra Cuadrada - Paso de Los Indios - CHUBUT.

Propiedad de Gerardo Pedro Benjamín Myburgh, hijo de Cristóbal Pedro Enrique Myburgh (mi abuelo), hijo de Gerardo Pedro Benjamín Myburgh (Oupa Ben, mi bisabuelo, al que nuestro Pepino llamaba "Don Mibur").

 



     
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